DOI: https://doi.org/10.23857/fipcaec.v8i1
Delimitar como se ejecuta la figura de compliance en materia de participacion ciudadana
Delimit how the figure of
compliance in terms of citizen participation is executed
Delimitar como é executada a figura do compliance
em termos de participação cidadã
Mariuxi
Katherine Mata-Echeverria I katherinemata2011@hotmail.com https://orcid.org/0000-0002-5359-8312
Correspondencia: katherinemata2011@hotmail.com
* Recepción: 22/11/2022 *
Aceptación: 12/12/2022 *Publicación: 9/01/2023
1. Abogada,
Magíster, Ecuador.
Resumen
Desde
que se empezó a incorporar la participación como componente de las políticas
públicas se le han atribuido capacidades para desarrollar gestiones más justas,
eficaces y legítimas. La evidencia arroja resultados desiguales, pero aun así
la participación ciudadana es una realidad que implica la inversión de recursos
y que parece haber llegado para quedarse. En este trabajo se hace una revisión
de las principales implicaciones técnicas y políticas que tiene la
participación ciudadana, los dilemas que deben equilibrarse y se sistematizan
cinco dimensiones cuyo entrecruzamiento da lugar a las opciones para diseñar la
oferta que los gobiernos hacen a los ciudadanos de prácticas y políticas
participativas. El planteamiento general consiste en reconocer la necesidad de
desarrollar capacidad analítica para delimitar la práctica y mejorar el diseño de
la oferta institucional participativa.
Palabras Claves: participación ciudadana; políticas públicas; oferta
participativa; mecanismos e instrumentos; diseño.
Abstract
Since
participation began to be incorporated as a component of public policies,
capacities have been attributed to it to develop fairer, more effective and
legitimate efforts. The evidence shows mixed results, but even so, citizen
participation is a reality that implies the investment of resources and that
seems to be here to stay. This paper reviews the main technical and political
implications of citizen participation, the dilemmas that must be balanced, and
five dimensions whose interweaving gives rise to options for designing the
offer that governments make to citizens of practices are systematized. and
participatory policies. The general approach consists of recognizing the need
to develop analytical capacity to delimit the practice and improve the design
of the participatory institutional offer.
Key Words: citizen participation; public politics; participatory
offer; mechanisms and instruments; design.
Resumo
Desde que a participação passou a ser incorporada como componente das políticas
públicas, foram-lhe atribuídas
capacidades para desenvolver ações mais justas, efetivas e
legítimas. As evidências mostram
resultados mistos, mas mesmo assim
a participação cidadã é uma realidade que implica
investimento de recursos e que parece ter vindo para ficar. Este artigo analisa
as principais implicações
técnicas e políticas da participação
cidadã, os dilemas que devem
ser equilibrados e cinco dimensões cujo entrelaçamento dá origem a opções
para desenhar a oferta que os governos
fazem aos cidadãos de práticas e políticas
participativas sistematizadas. A abordagem geral consiste em reconhecer a necessidade de desenvolver capacidade
analítica para delimitar a prática e melhorar o desenho da oferta
institucional participativa.
Palavras-chave: participação cidadã; políticas públicas; oferta participativa;
mecanismos e instrumentos; Projeto.
Introducción
Como
es fácil constatar, se suele abusar de la noción de participación ciudadana.
Seguramente esto es así porque en la democracia la idea es políticamente
correcta. Sin embargo, normalmente se hace referencia a ella sin que exista un
consenso en torno a su significado o a las consecuencias que debiera producir.
Durante los últimos cincuenta años, la participación ciudadana se ha vinculado
con procesos de innovación en la gestión de las políticas públicas y también
con una mejor prestación de los servicios públicos en un contexto cada vez más
complejo y demandante. A lo largo de este tiempo el involucramiento de los
ciudadanos en diversos momentos del proceso de hechura de las políticas
públicas se ha institucionalizado y los gobiernos se ven obligados a ofrecer a
los ciudadanos programas, procesos y políticas que contengan elementos
participativos. En este trabajo se argumenta que el diseño de estrategias y
mecanismos para incorporar la participación de los ciudadanos no siempre se
apega al esquema racional y analítico que prescribe la perspectiva de políticas
públicas. Para avanzar en ese sentido, el texto se divide en cinco apartados.
En el primero se esclarecen como punto de partida algunos de las contenidos y
dimensiones del concepto y los dilemas a que dan lugar. En el segundo se hace
un rápido recuento del proceso de institucionalización de la participación
ciudadana. El tercer apartado tiene como objetivo argumentar la necesidad de
una aproximación analítica y técnica para el diseño de los elementos participativos
que se incorporan a las políticas y programas de gobierno. En el apartado
cuarto se desarrollan cinco dimensiones que es preciso tener en cuenta al
diseñar la oferta participativa que los gobiernos hacen a la ciudadanía y por último, en la quinta y última sección se presenta una
reflexión final.
Algunos aspectos a tener en cuenta sobre la noción
de participación ciudadana
Un
buen principio al tratar el tema de la participación ciudadana consiste en
advertir que se trata de un concepto que no es neutral. Detrás de cada forma de
entender la participación ciudadana no sólo están involucrados —implícita o
explícitamente— determinados sistemas de normas y valores, sino también
distintos objetivos. En este trabajo se entiende la participación ciudadana como
el proceso a través del cual los ciudadanos, que no ostentan cargos ni
funciones públicas, buscan compartir en algún grado las decisiones sobre los
asuntos que les afectan con los actores gubernamentales e incidir en ellas.
Desde
la perspectiva de la teoría democrática, la manera en la que se ve la
participación extra-electoral de la ciudadanía
depende del modelo de democracia. En las versiones más representativas, es
vista como algo que atenta contra el espíritu y la estabilidad del sistema y
tiende a desalentarse su incorporación en las tareas y actividades de gobierno.
En el otro extremo, el modelo participativo sostiene que la implicación
ciudadana es necesaria para gestionar la complejidad y el pluralismo
consustanciales a los procesos democráticos de gobierno. En contraste, los
modelos más republicanos reivindican una implicación de los ciudadanos en la
toma de decisiones públicas más intensa de lo que normalmente prevé el modelo
representativo y apelan a la realización de los fines últimos del ideal
democrático; es decir, sostienen que el involucramiento activo de los
ciudadanos en los asuntos públicos permite la generación de virtudes ciudadanas
y la realización del bien común. El debate entre democracia representativa y
democracia directa llegó tarde al campo de la administración pública, pero
constituye sin lugar a dudas el eje a partir del cual se establecen los dilemas
para incorporar la participación ciudadana en las políticas y en la gestión
públicas.
Un
eje ordenador del debate se deriva del carácter ambiguo del concepto y da lugar
al dilema entre la toma de decisiones democrática y la toma de decisiones
racional en busca de la eficiencia. Por una parte, en contra de la
participación directa de la ciudadanía se esgrimen razones que tienen que ver
con la necesidad de producir decisiones racionales y técnicamente complejas,
por lo que no habría lugar para la implicación ciudadana. Sin embargo, cuando
el tema se enfoca a partir de este dilema, parecería que no hubiera más que dos
alternativas: políticas públicas cerradas, pretendidamente eficientes, técnicas
y racionales o políticas públicas abiertas y construidas con sensibilidad
respecto a los problemas y necesidades de la población
aunque no necesariamente preocupadas por la eficiencia. En realidad, resulta
más útil y realista pensar en que algunas formas de participación pueden
constituir un input útil para la toma de decisiones racional y
concebir la participación ciudadana no como un fin en sí misma, sino como un
vehículo para implementar sistemas de gobernanza democrática.
Los
problemas que surgen para traducir valores abstractos en prácticas y procesos
concretos no siempre logran resolverse adecuadamente. ¿Realmente la
participación directa de la ciudadanía funciona siempre?, ¿en todos los niveles
y campos de la política pública?, ¿para solucionar todos los problemas y en
cualquier fase del ciclo de políticas? ¿Funcionan los mismos mecanismos si se
trata de encontrar alternativas y consensar estrategias para mitigar el cambio
climático que si el problema de política pública consiste en acordar con los
vecinos de un barrio la aplicación de recursos escasos para obras de
infraestructura? Dar respuesta a estas preguntas puede resultar una labor
difícil, pero un camino seguro para vaciar de contenido real a la participación
ciudadana y hacerla fracasar consiste en refugiarse en los contenidos puramente
normativos y después simplemente prescribirla sin objetivos claros e incluso
hacerla legalmente obligatoria sin detenerse en los retos de carácter técnico
que conlleva hacerla viable, efectiva y sustantiva.
La
falta de evidencias respecto a los efectos reales de la participación se debe
en buena medida a la diversidad de contextos y objetivos para los que se
activa, pero el problema es todavía más profundo y Roberts lo ha resumido
estupendamente: aun si pudiéramos conocer exactamente el impacto de la
participación, habría dificultades para interpretar el significado de un buen o
de un mal resultado.
Incorporación y extensión de la participación ciudadana
en las políticas públicas
A
contracorriente y lejos de la tradición que desaconsejaba el involucramiento de
los ciudadanos en las actividades de gobierno, la década de 1960 fue testigo de
los primeros experimentos para generar desde arriba una oferta de programas
participativos con el objeto de incluirlos en la toma de decisiones de política
pública. Así, en 1964 el gobierno federal de Estados Unidos estableció la
formación obligatoria de comités ciudadanos y de agencias de desarrollo
comunitario para llevar a cabo la planeación de las políticas social y urbana.
De manera inédita se consideró que los ciudadanos no organizados y sin recursos
de poder —y muy especialmente los sectores más vulnerables— debían ser los
motores de su propio desarrollo. En consecuencia, se diseñaron espacios
institucionales para que los ciudadanos del común tuvieran voz y contribuyeran
al diseño de los programas gubernamentales de los que eran objeto. En ese
primer momento, la incorporación de la participación directa de los ciudadanos
en las políticas públicas se presentó atada a la expectativa de que
contribuiría a solucionar los problemas de exclusión social, es decir, en un
momento en el que se extendía la perspectiva de políticas públicas (policy analysis), y
se vio en la incorporación de la participación ciudadana una oportunidad para
lograr una distribución más eficaz de los recursos destinados al desarrollo.
También
es cierto que los programas participativos de la llamada “guerra contra la
pobreza” surgieron en el contexto de la agitación social que se produjo primero
en oposición a los programas de renovación urbana y después como consecuencia
del movimiento de lucha por los derechos civiles. En este sentido, los
programas y espacios participativos surgieron también para mostrar una mayor
capacidad de respuesta del gobierno a las demandas de la ciudadanía y, por lo
tanto, asociados a objetivos de legitimación. En consecuencia, la discusión
sobre la incorporación de la participación ciudadana en políticas públicas
quedó inscrita desde su origen en el dilema que se establece entre diseños más
racionales tendientes a procurar un uso más eficiente y eficaz de los recursos
públicos, y diseños democráticos basados en el supuesto de que aquellos que se
ven afectados por las decisiones de política tienen derecho a participar en
ellas.
Además,
habían prevalecido la improvisación, la atomización de recursos, la
subcontratación de agencias previamente establecidas para que administraran los
proyectos y la falta de apoyo técnico a los consejos de participación para la
acción comunitaria. Todo ello redundó en resultados indiscutiblemente
frustrantes; la mayoría de los problemas atacados a través de los programas
participativos resultó ser bastante convencional (construcción de áreas de juegos
infantiles, instalación de luminarias, provisión de servicios sociales como la
asistencia legal u otros por el estilo) y en consecuencia tuvieron un impacto
muy reducido en la disminución de la pobreza y la exclusión social que habían
sido los objetivos iniciales de las políticas de la “gran sociedad” y por lo
tanto no redunda en una mejor distribución de los recursos y beneficios
públicos.
Sin
embargo y a pesar de ser una práctica que se extiende día con día, la
incorporación de la participación ciudadana suele enfrentar problemas
importantes para su implementación y retos significativos para producir los
resultados y efectos que de ella se esperan. A cincuenta años de distancia, es
común que diagnósticos y evaluaciones sobre los resultados de programas y
políticas participativas resulten asombrosamente coincidentes con las
valoraciones hechas por Moynihan y Arnstein en 1969. Los desafíos no se reducen a la inversión
de tiempo y recursos en general que implica incorporar la participación
ciudadana o a las resistencias que se enfrentan para llevarla a cabo, implican
también un esfuerzo permanente para no convertirla en una práctica irrelevante
por la falta de planeación y de un diseño adecuado de las estrategias e
instrumentos para incorporarla. Los procesos y espacios participativos
institucionales tienden a convertirse fácilmente en rutinas, haciéndose
predecibles tanto el momento en el que se incorpora a los ciudadanos, como los
contenidos, alcances e impactos que se producen.
Complejidades y dilemas. La necesidad de un diseño
técnico para incorporar a la participación ciudadana en las políticas públicas
Una
parte importante de los problemas de las políticas participativas radica en que
se dota a la participación ciudadana de contenidos normativos y aspiracionales,
más que analíticos y técnicos. Incorporar elementos o fases participativas en
el proceso de política pública se convierte en un fin en sí mismo, más que en
un instrumento para alcanzar los pretendidos fines de equidad, inclusión,
cercanía, rendición de cuentas, transparencia u otros similares. En la medida
en la que es un reto implementarla y que resulta difícil establecer una
relación directa entre la participación y los resultados de las políticas, es
más sencillo retornar a las prescripciones normativas que intentar avanzar en
el conocimiento de su dimensión técnica. El resultado es que la participación
ciudadana suele incorporarse o bien como un requisito con frecuencia obligado
desde la ley, o bien de manera apresurada, sin una adecuada planeación y sin
tener claros los objetivos que se persiguen y las opciones que mejor sirven a
dichos propósitos.
Tal
como se ha expuesto, la participación ciudadana es un recurso esencial para la
legitimidad y para mejorar la eficacia de las decisiones de gobierno. Por eso,
los gobiernos democráticos reconocen la necesidad de establecer una vinculación
activa con la sociedad y de ampliar los espacios para que la ciudadanía
participe en el diseño, ejecución y evaluación de las políticas públicas. Sin
embargo y a pesar de la institucionalización de la participación, del elevado
número de experiencias participativas acumuladas y de la importancia que
reviste como práctica deseable y útil para la gestión pública, se trata de un
campo insuficientemente explorado de manera sistemática. En particular, aún
falta probar empíricamente la relación entre la participación ciudadana y el
conjunto de efectos que se supone debiera producir y que han sido postulados en
términos normativos. Buena parte de la investigación empírica consiste en estudios
de caso muy útiles desde el punto de vista descriptivo, pero a partir de los
cuales no es posible establecer generalizaciones. No obstante, la extensa
documentación y análisis sobre experiencias concretas permite extraer algunos
rasgos generales sobre la participación en políticas públicas que es útil tomar
en cuenta como punto de partida para el diseño de la oferta participativa institucional es decir, de aquella que se promueve
deliberadamente desde los gobiernos. Se ha andado ya mucho camino y las experiencias
acumuladas permiten extraer algunas lecciones y aprendizajes.
El
contraste en la manera en la que burocracia y ciudadanía se aproximan a la
participación muestra que el involucramiento de los ciudadanos implica retos y
costos potenciales pero que también puede aportar beneficios en términos de
apoyo a ciertas políticas y programas que de otro modo fracasarían. Sin embargo para que esto sea posible, es necesario que se
establezca con claridad el objetivo para el cual se incorpora la participación
y que los procesos participativos resulten significativos para la ciudadanía,
lo cual supone clarificar expectativas y generar capacidades en ambas partes.
Para poder llevar a cabo estos dos propósitos, se requieren una planeación
meticulosa y el empleo de un repertorio amplio de métodos para incorporar la
participación que sea capaz de reflejar distintos objetivos y necesidades para
integrarla.
La técnica: instrumentos y mecanismos de
participación
Éstos
se componen del marco regulador y de los órganos y espacios institucionales a
través de los cuales se materializa la participación de la ciudadanía y se
garantiza que se traduzca en un patrón regularizado de comportamiento. Esto es,
que el involucramiento de la ciudadanía en políticas públicas constituya un proceso
más o menos estable e independiente de las circunstancias o de la voluntad de
los gobernantes en turno.
La
brecha existente entre las visiones de la burocracia y de los ciudadanos en
torno a la participación a la que hicimos referencia en el apartado anterior,
se encuentra en cierta medida relacionada con la oposición entre los enfoques
técnico y democrático de la toma de decisiones. Mientras que el primero apela a
la racionalidad que busca la eficiencia y eficacia en el uso de los recursos
públicos, el segundo está basado en el supuesto de que aquellos que son
afectados por las decisiones de carácter público tienen derecho a participar de
las mismas. El desarrollo de instituciones para la participación ciudadana
directa está basado en el reconocimiento de ese derecho y de las limitaciones
de las instituciones representativas. En principio, se buscan mejorar el acceso
a los bienes públicos y la capacidad de respuesta de los gobiernos, más que la
eficiencia en el uso de los recursos.
De
esta manera, la información que proviene de la participación ciudadana ayuda a
ampliar las perspectivas que tienden a limitarse por la dinámica organizacional
al interior de los equipos de gobierno, por el desarrollo de rutinas
organizacionales y por los sesgos profesionales y de la selección de
información. En este sentido, para Kweit y Kweit la participación ciudadana directa es un instrumento
para lograr políticas públicas con fines decididos democráticamente, pero
también más y mejor informadas. En la medida en la que el input ciudadano
es externo, contribuye a romper las inercias organizacionales y a cubrir los déficit de gestión.
Recordemos
que en política pública es preciso analizar la aplicabilidad de los
instrumentos y el grado en el que sus características son las idóneas para
producir los resultados esperados. La complejidad de la selección de los
instrumentos crece cuando se asume que además de medios técnicos para producir
ciertos resultados, éstos constituyen dispositivos sociales y políticos a
partir de los cuales se regulan las relaciones entre el Estado y aquellos a
quienes se dirigen las políticas. Sin embargo, el hecho de que la definición de
instrumentos sea problemática no implica que no se consideren las diferentes
opciones que existen a disposición de los gobiernos y que permiten sortear las
dificultades.
La
idea que interesa destacar en este momento es que existe una variedad de
instrumentos y mecanismos para incorporar la participación ciudadana. Los
diversos tipos de instrumentos se derivan de las diferentes combinaciones que
se establecen entre los propósitos que se persiguen y los recursos con los que
cuentan los gobiernos. Cada tipo presenta diferentes potencialidades definidas
a su vez por la mezcla de distintas intenciones y capacidades La selección
debería responder precisamente a los objetivos que se persiguen. Hay mecanismos
que pueden ser muy incluyentes pero que pueden ser fácilmente capturados por
grupos que no representen en realidad al grueso de la población (como las
audiencias públicas), otros como las encuestas pueden resultar costosos y
requieren que la ciudadanía se haya formado previamente una opinión sobre los
temas que se le consultan. Algunos más, como los consejos, presentan la ventaja
de que pueden ser fácilmente incorporados a la estructuras
y a las rutinas burocráticas, pero precisamente por ese hecho suelen correr el
riesgo de rutinizar la participación.
Poner
el foco en el proceso de institucionalización de la participación ciudadana
directa significa tomar en cuenta los instrumentos que se emplean para
involucrar a los ciudadanos en la gestión pública. Además de los grandes
instrumentos para la participación (leyes, formatos, lineamientos, programas)
existen también mecanismos o herramientas específicos que se activan para influir
en aspectos o actividades concretas del ciclo de la política o bien para
implementar las diversas líneas de acción (encuestas consultivas o
deliberativas, consejos, jurados ciudadanos, foros, núcleos de intervención
participativa, etc.). En este sentido, los mecanismos forman parte de las
estrategias para incorporar la participación y en
consecuencia, su diseño y funcionamiento debería estar articulado de forma
coherente con los objetivos, los instrumentos y en general con la formulación
misma de la política. Cada mecanismo plantea diferentes retos en términos de
costo, inclusión, empoderamiento ciudadano y generación de ideas o propuestas;
por lo tanto, unos casan mejor que otros con el logro de distintos objetivos o
con las diversas etapas del ciclo de política.
Ambos
desarrollos se tradujeron, en la práctica, en la formalización de una variedad
de consejos de base asociativa y naturaleza fundamentalmente consultiva
presididos por agentes gubernamentales pero integrados también por
representantes de actores económicos y sociales que eran convocados para
participar sobre todo en la fase de planeación de las políticas. Una segunda
etapa de la institucionalización se presenta marcadamente en la década de 1990
y consistió en la ampliación de la agenda de temas en los que se involucró a la
sociedad. En este periodo se abrieron oportunidades para participar en asuntos
estratégicos, tales como el desarrollo económico y regional, la protección
ambiental o la transparencia y la rendición de cuentas. Finalmente en un tercer
momento que muy claramente se desarrolla a partir del cambio de siglo, las
estrategias y sistemas estables de participación avanzan hacia una
profundización democrática, es decir, hacia el desarrollo de mecanismos que
permiten una participación más extensa, más activa y más deliberativa a partir
del desarrollo de instrumentos tales como los presupuestos participativos, las
encuestas deliberativas o los jurados ciudadanos, entre otros, que permiten una
colaboración menos jerarquizada o estructurada a partir de grupos de interés
poderosos.
Dimensiones para el diseño de una oferta
institucional para la participación
Como
en todo fenómeno complejo, en la participación ciudadana se mezclan e implican
diferentes dimensiones; la síntesis de dichas dimensiones representa, a su vez,
el espacio disponible para el diseño de políticas y procesos participativos. Al
distinguir las diversas dimensiones implicadas, se reconocen e identifican una
variedad de niveles y decisiones que es preciso considerar al diseñar
estrategias para involucrar a la ciudadanía en la toma de decisiones o en la
implementación de las políticas públicas.
La
“escalera de participación” de Arnstein ha sido
posteriormente simplificada o ajustada a diferentes contextos para clasificar y
evaluar experiencias y mecanismos de participación. Lo más común en la
literatura, es que la intensidad de la participación se muestre en cinco
niveles que constituyen un continuum que va de la información
a la cogestión pasando por la consulta, el debate y la decisión. Cuando la
profundidad de la participación se emplea como criterio evaluativo, suele
seguirse la línea argumentativa. De modo que, en estricto sentido, se puede
hablar de participación cuando las prácticas se sitúan en la lógica de la
consulta, el debate, la decisión y la cogestión, mientras que la información
supondría más un prerrequisito que una práctica participativa.
Este
mismo autor contribuye a operacionalizar una tercera dimensión que consiste en
el “formato” que adopta la participación. El formato consiste en las distintas
modalidades de comunicación que se derivan a su vez de los diversos objetivos
para integrar a la ciudadanía. Así, la oferta participativa puede desarrollarse
para que los ciudadanos: a) escuchen a las autoridades, b) expresen
preferencias sobre distintas alternativas, c) desarrollen
preferencias, d) negocien, o e) desplieguen
su expertise sobre algún asunto en
particular. Como es posible apreciar, esta dimensión se encuentra estrechamente
vinculada con la intensidad de la participación: el desarrollo de preferencias
y la negociación requieren llegar a niveles de deliberación, mientras que para
desplegar expertise es necesario
poder compartir el poder.
Una
cuarta dimensión se refiere a las consecuencias de la participación; es decir,
a definir si los resultados del proceso participativo deben ser vinculantes o
sólo servir de input a quienes tomarán las decisiones. La
quinta y última dimensión que podemos identificar se refiere a los “ámbitos” de
la participación, es decir, a la decisión acerca de los temas de la agenda
pública a los que se convoca a la ciudadanía, pero, sobre todo, a la decisión
acerca de las fases del proceso de política pública en las cuales deberá ser
incorporada (formulación del problema, definición de alternativas, evaluación,
etc.).
En
resumen, podemos decir que en el entrecruzamiento de las diversas alternativas
que cada una de las dimensiones abre, se define el espacio para diseñar
técnicamente el contenido de políticas y procesos participativos (diagrama
1). Si bien es cierto que se despliega una amplia variedad de
posibilidades, también lo es que existe una correspondencia entre las diversas
opciones (inputs) y los efectos y resultados que éstas producen (diagrama
2). Es decir, las diversas elecciones definen determinados niveles de
actividad participativa y, en consecuencia, el potencial de impacto que tienen.
La congruencia entre ciertos inputs y sus
correspondientes outputs da lugar a mecanismos de
participación que sirven a objetivos consultivos (comisiones y comités,
encuestas de opinión, audiencias públicas y peticiones, desplegados o cartas) o
a mecanismos más adecuados para desencadenar procesos de corte deliberativo que
abren espacios para la reflexión y el diálogo con y entre los ciudadanos.
Fuente: Elaboración propia con base en los autores
consultados.
Diagrama
1. Cinco dimensiones para diseñar la oferta participativa Aspectos a
considerar, decisiones a tomar
Fuente: Elaboración propia con base en el modelo de
impacto de la participación ciudadana en presupuestación de Ebdon
y Franklin (2006).
Diagrama
2. Relación entre objetivos, impacto y profundidad de la participación
En
síntesis, es posible establecer dos grandes tipos de procesos participativos:
procesos de consulta y procesos de involucramiento. En los primeros, la
incorporación de los ciudadanos cumple fundamentalmente el objetivo
señalado de producir decisiones mejor informadas o de validar y priorizar
opciones que han sido seleccionadas previamente. Para ello, la participación
ciudadana tiende a ser incorporada después de las primeras etapas del ciclo de
política pública, a partir de parámetros más cerrados para la convocatoria
(suelen concentrarse en grupos de interés) y el proceso participativo en su
conjunto suele desarrollarse en periodos relativamente cortos.
Aunque
todo proceso de reforma responde ciertamente a una “economía política”, es
decir, a cierto contexto histórico y a determinados objetivos para incorporar
formas distintas de entender y organizar el gobierno, las variables del
contexto no explican por sí mismas el desarrollo de los procesos de
institucionalización de las reformas. El tipo de régimen político, las
presiones que dan lugar a que se abran espacios para compartir decisiones y las
motivaciones de los actores que ceden parte de esos espacios se reflejan en el
diseño de las reformas y en la manera en la que se implementan. De modo que son
las variables de diseño las que explican mayormente el nivel de impacto que
producen las nuevas estrategias, instrumentos o experiencias.
Lo político de la participación ciudadana:
confianza, legitimidad y calidad de la representación
Hasta
ahora hemos hecho hincapié en el diseño técnico de las estrategias,
instrumentos y mecanismos de participación. Como hemos visto, la base para un
diseño más racional de políticas y programas participativos se encuentra en la
adecuada estructuración de esos elementos con los objetivos que se persiguen al
incorporar a los ciudadanos. Los fines para los cuales se introducen
componentes participativos en las políticas públicas están relacionados a su
vez con la necesidad de hacer frente a problemas de gobernanza democrática, tales
como la legitimidad y la equidad en el acceso a bienes públicos (o bien con el
fin de cubrir déficit de gestión derivados de las grandes demandas que se le
imponen a los gobiernos y de la mayor complejidad de los problemas a resolver;
es decir, para cubrir insuficiencias de información, de colaboración o de expertise en algunos temas. De este modo, la
participación ciudadana en políticas públicas constituye un recurso para que
los gobiernos se desempeñen eficazmente, desarrollen respuestas innovadoras y diseñen
sistemas de gobernanza más flexibles que involucren la acción coordinada y
cooperativa de actores extragubernamentales y de la
ciudadanía en general. Por lo tanto, el diseño técnico se encuentra
necesariamente imbricado con la dimensión política de la participación.
En
efecto, la participación ciudadana directa constituye un instrumento útil para
la consecución de políticas públicas y acciones de gobierno legítimas. En el
caso de este último objetivo en concreto, la participación aparece asociada a la
manera en la que se definen las opciones y agendas de gobierno en un contexto
democrático; es decir, a la necesidad de que los actores y organizaciones
gubernamentales lleven a cabo sus tareas no sólo con eficacia, racionalidad y
neutralidad, sino también atendiendo a las necesidades, intereses y demandas de
los ciudadanos, de manera transparente y con rendición de cuentas (Arellano,
2010). Si se emplean bien, las estrategias para incorporar la
participación ciudadana directa pueden ser un medio para corregir las fallas de
la democracia representativa; es decir, la limitada capacidad de influencia que
los ciudadanos tienen sobre la hechura de las políticas públicas que les
afectan una vez que han elegido a los responsables de diseñarlas e
implementarlas. Desde esta óptica, a través de la participación ciudadana, la
relación gobierno–ciudadanos se estructura a partir de espacios de encuentro
más abiertos y complejos en los que los agentes gubernamentales recopilan
información y construyen la legitimidad necesaria para poder determinar las
mejores soluciones de política pública
La
legitimidad es fundamentalmente un fenómeno de percepción. Si bien depende de
elementos objetivos y racionales, es decir, de la capacidad real que los
gobiernos muestren para responder a las necesidades de la población y para
resolver eficazmente los problemas públicos, también entran en juego consideraciones
de carácter subjetivo en torno al proceso de las políticas públicas. La manera
en la que los ciudadanos perciben la forma en la que el gobierno interactúa con
ellos tiene efectos importantes sobre la confianza que le confieren y sobre la
voluntad que muestran para alinearse con él. En síntesis, al diseñar políticas
o acciones que involucran a la ciudadanía, el gobierno debe tomar en cuenta el man tenimiento de un clima de
confianza mutua suficiente para sostener una acción cooperativa. Adicionalmente
a las consideraciones de carácter instrumental que puedan justificar la
incorporación de la participación ciudadana a las políticas públicas, la manera
en la que ésta se lleva a cabo debe percibirse como creíble y apropiada por los
ciudadanos para que se muestren dispuestos a participar y faciliten así su
implementación. Ante todo, los ciudadanos deben confiar en que su participación
tendrá sentido, que producirá algún efecto. Buena parte de la apatía o el
descrédito que existe hacia la participación por parte de los ciudadanos
proviene de la distancia que existe entre la generación de expectativas que se
produce el ser convocados y el enfrentamiento con
rituales vacíos de contenido o carentes de influencia.
Tal
como se vio en el apartado de las dimensiones para el diseño de una oferta
participativa, la extensión de la participación es una de las principales
decisiones que hay que tomar al seleccionar las estrategias y los mecanismos
que resultan más adecuados para activarla. Cualquier programa de participación
ciudadana implica siempre problemas prácticos para decidir quiénes tienen que
ser convocados. Dos aspectos que se deben de identificar con el fin de
establecer las estrategias a seguir son los límites de la comunidad afectada
por los planes y programas propuestos y los niveles de complejidad técnica y
política del problema público en cuestión. La mezcla de estos dos aspectos
permite avanzar en un mapa de actores y en la toma de decisiones acerca de la
mejor opción para gestionar la participación.
Las
políticas técnicamente muy complejas requerirán una participación técnicamente
gestionada (es decir, que los criterios técnicos sean los que orienten las
decisiones acerca de quiénes deben de participar). Lo anterior no significa que
se excluya la participación ciudadana, pero es recomendable que incluya
fundamentalmente a expertos que puedan apoyar con sus conocimientos y
experiencia a formular soluciones para los problemas en cuestión con el fin de
que se produzca una participación informada. Dependiendo la gravedad del caso,
también pueden emplearse mecanismos deliberativos que incluyen la capacitación
sobre las temáticas a tratar y sobre las implicaciones de las distintas
alternativas. Respecto al nivel de complejidad política, se valora el nivel de
consenso o conflicto involucrado. Las políticas que suponen un alto nivel de
conflictividad requieren una gestión de la participación con base en criterios
políticos; es decir, en principio deberían estar incluidos los actores y
posiciones que pueden oponerse a las políticas propuestas e impedir su
implementación. Por su parte, los actores gubernamentales deberán mediar entre
las distintas posiciones procurando siempre evitar la confrontación. En este
tipo de casos se recomienda el empleo de mecanismos que fomenten el
entendimiento de las distintas posiciones y que ayuden a la cooperación. El
gobierno debería mantener la directriz y el control de una situación o problema
que implica un alto nivel de complejidad técnica y un alto grado de
conflictividad política; en estos casos lo recomendable es que las decisiones
se mantengan en el ámbito del gobierno aunque éstas
puedan apoyarse en mecanismos consultivos siempre y cuando se informe a los
participantes que el gobierno se reserva la decisión.).
Fuente: Elaboración propia con base en Cabrero
(1999, 86-90).
Diagrama
3. Condiciones para plantear la estrategia de participación ciudadana
Muchos
mecanismos se basan en la participación agregada a través de representantes de
grupos de ciudadanos. En estos casos, un riesgo que siempre está presente es
que intereses particulares se arroguen la representación del “interés público”
y que sus posiciones sean identificadas como el “objetivo” de la política. En
este sentido, dos retos importantes consisten en identificar grupos legítimos
que representen verdaderamente los diferentes intereses y la necesidad de
garantizar de algún modo que los diversos representantes o mediadores sean
realmente independientes. En el complicado equilibrio de los intereses en
conflicto —especialmente en áreas o asuntos de política pública en donde
existen fuertes controversias—, es donde se encuentra la propia definición de
la política. Los funcionarios encargados de diseñar e implementar los
mecanismos de participación deben esforzarse para no permitir que en el proceso de hechura de la política, las demandas de
algunos grupos de interés adquieran mayor peso que los de otros. Para ello,
como nos recuerda Cupps
(1977), deben tener en cuenta que la sensibilidad hacia las
demandas ciudadanas no sustituye las consideraciones razonadas, profesionales e
independientes respecto de la naturaleza del interés público en cada situación.
En
la democracia, los gobiernos están obligados a rendir cuentas y a gobernar no
sólo con eficiencia, sino con transparencia y atendiendo a las necesidades,
demandas y aspiraciones de los ciudadanos. Su éxito y su estabilidad dependen
en buena medida de que la definición de opciones y agendas de gobierno se lleve
a cabo con eficacia y legitimidad. Desde hace por lo menos cincuenta años,
ofrecer vías para que los ciudadanos participen en la hechura de las políticas
y en algunas actividades de gobierno se ha presentado como una estrategia para
generar proximidad, interlocución y colaboración con actores extragubernamentales y con la ciudadanía en general. Desde
su origen, la oferta de políticas y programas participativos buscó generar
respuestas más eficaces, justas y legítimas a los problemas sociales. Sin
embargo, a pesar de la institucionalización de la participación ciudadana en
las políticas públicas y del crecimiento en número y variedad de experiencias
participativas, es frecuente que se enfrenten importantes problemas para su
implementación o que se le reduzca a rutinas poco significativas que no
contribuyen como se espera al logro de los objetivos planteados.
Es
por locque se ha desarrollado en este artículo es que
muchas veces la falta de alcances y resultados de la participación se debe a
que no se atiende adecuadamente el diseño técnico de las estrategias y
elementos participativos de las políticas públicas. Es común que se integre la
participación como una rutina más del proceso administrativo, sin que medie la
identificación clara de los objetivos que se busca lograr a través de su
incorporación y, en consecuencia, sin que se despliegue un diseño sistemático
de las estrategias y mecanismos para activarla. Si bien el empleo de modelos y
técnicas de análisis para estructurar los elementos de las políticas públicas
es cada vez más frecuente, muchas veces el diseño racional no se extiende a la
identificación y secuenciación de las relaciones causa-efecto de sus elementos
participativos. La participación ciudadana se suele ver como un fin en sí mismo
y, en consecuencia, se tiende a incorporar algún mecanismo (como un consejo) o
algún proceso participativo (una consulta) como parte del diseño de la
política. Sin embargo, no se siguen los pasos sistemáticos para que las
estrategias, instrumentos y mecanismos a partir de los cuales se activa la
participación en el proceso de hechura de la política se articulen de manera
consistente con las líneas de acción de la política y con los objetivos para
los cuales se la incorpora, de modo que sus resultados se apeguen lo más
posible a los esperados. Para que la participación sea un instrumento útil, el
diseño de los elementos participativos requiere un enfoque técnico-analítico al
igual que sucede con el resto de los dispositivos y procesos de una política
pública.
Conclusión
En
el diseño, ejecución y evaluación de la oferta participativa que los gobiernos
hacen a la ciudadanía, hace falta considerar los efectos que se busca producir
y precisar los objetivos que se quieren lograr mediante la participación. Un
paso crucial consiste en superar los objetivos generales para incorporarla
(establecer una vinculación activa y permanente con la sociedad, ampliar los
espacios para que la ciudadanía participe, generar capital social y otros
similares) y avanzar hacia la definición de objetivos más precisos y operativos
orientados a contribuir a cubrir déficit de información, de expertise, de legitimidad o de equidad, por ejemplo.
Desde una perspectiva de gestión pública, la participación ciudadana no debiera
ser un fin en sí mismo. No basta con incorporarla para cumplir una exigencia
democrática y esperar que por sí sola arroje resultados que enriquezcan el
diseño de la política en su conjunto o que abone automáticamente a su legitimidad.
Muchas
veces se incorporan elementos o procesos participativos con el fin de legitimar
decisiones ya tomadas; en esos casos los mecanismos para activarla se
simplifican o se reproducen sin mayores ajustes en distintas áreas de política
y en diferentes contextos. Lo paradójico es que para que la participación
contribuya verdaderamente a la legitimidad de las políticas y programas
gubernamentales debe ser efectiva y traducirse en algún grado de incidencia
para los ciudadanos. Los diversos mecanismos tienen características que abren
distintas posibilidades de incidencia; no tiene el mismo impacto un mecanismo
consultivo, que uno que sirve para construir alternativas de solución mediante
la deliberación. Por eso es tan importante tener claros los objetivos para los
cuales se incorpora la participación y hacer un diseño adecuado de los
momentos, el alcance y los formatos que mejor puedan contribuir a conseguirlos.
No hay nada que haga más daño a la participación, que usarla como una
simulación, o pensar que se pueden aplicar fórmulas estándar sin tomar en
cuenta los objetivos, las diversas etapas del ciclo de la política y las
particularidades de las diferentes áreas de política o de los distintos
problemas a resolver. Tanto cuando se simulan, como cuando no se diseñan
racional y estratégicamente, los procesos participativos no logran sino abonar
al escepticismo de los funcionarios públicos y a la desconfianza de la
ciudadanía.
La
participación ciudadana en las políticas públicas cumple su cometido en la
medida en la que contribuye a llenar vacíos o a resolver deficiencias en la
formulación y operación de las mismas. Los diversos mecanismos que se emplean
para activarla no son buenos o malos en sí mismos, ni tampoco hay unos mejores
que otros; sus virtudes dependen de la idoneidad de sus características para la
consecución de los objetivos que se persiguen. También es necesario considerar
los requisitos y recursos necesarios para su implementación, así como
contemplar formas para evaluar los efectos que produzcan. Al final, la
evaluación de las distintas alternativas de mecanismos atraviesa también por la
consideración de las capacidades y los recursos con los que cuenta el gobierno
(credibilidad, recursos financieros y organizacionales, autoridad, etc.). Por ello
es conveniente que la oferta institucional para la participación esté compuesta
de una mezcla de instrumentos, mecanismos e instancias que permita subsanar las
limitaciones de unos con las potencialidades de otros con diferentes
características.
Hoy
en día concebimos a la participación ciudadana como un elemento esencial de la
hechura de las políticas públicas, pero su eficacia depende de que se comprenda
su carácter instrumental y técnico de modo que al
activarla desde el gobierno, cada actor contribuya según sus condiciones y de
acuerdo con las necesidades específicas del problema público a resolver.
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